“Los grandes conocimientos engendran grandes dudas” . Aristóteles
Desde siempre tuve el particular interés por conocer el origen y el motivo de las cosas. En la época de las enciclopedias, cuando Google ni siquiera era un sueño, mi pasatiempo era leer El Pequeño Larousse Ilustrado, lo más cercano a una enciclopedia que la austera economía familiar podía dispensar.
Los tíos saciaron un poco la sed de conocimientos, obsequiando el diccionario enciclopédico Salvat y algunos tomos de la enciclopedia Monitor, también editada por Salvat. Completar el difícil crucigrama publicado en la edición matutina de El Espectador era el reto. Solo y sin ayudas era la consigna, pero claro, no me digo mentiras, una tercera parte del crucigrama se completaba con la ayuda del siempre efectivo Pequeño Larousse.
Este anhelo de obtener más y mejores conocimientos trascendió la adolescencia. El perseverante hábito de la lectura apuntaló la entrada a una universidad de prestigio. Entender el funcionamiento correcto del cuerpo y cómo corregir las patologías que lo afectan, con el objetivo de salvar vidas, se convirtió en el reto escogido para la vida.
No sé en qué momento pasamos de la Monitor de Salvat a Wikipedia, de la enciclopedia Británica a Google, del Index Medicus a Pubmed. La tecnología, al servicio del conocimiento, facilitó adquirir información de alta calidad y al día. Libros, revistas, videos están ahora a un clic de distancia en tabletas electrónicas y teléfonos móviles. Mantener una conexión con la red permite investigar alguna duda cuando un caso pone a prueba los conocimientos. El reto, mantenerse actualizado, evadir a la ignorancia.
Sin embargo, Newton nos enseñó en su tercera ley que todas las actuaciones en la vida tienen consecuencias. Con el paso del tiempo, descubrí que, al menos en el terreno de la ciencia médica, poseer la mayor información tiene ciertas implicaciones. Conocer el origen, evolución y pronóstico de tus propias patologías, tiene connotaciones que solo se dimensionan cuando vives la experiencia de recibir un diagnóstico sombrío.
No voy a negar que en la medicina, al igual que en otras áreas del saber, disponer del conocimiento facilita la prevención, la detección temprana, la intervención oportuna, esa condición privilegiada no tiene precio.
El punto está en que estos aspectos favorables son útiles cuando las patologías diagnosticadas disponen de terapias con resultados exitosos. Pero cuando los diagnósticos son ominosos, cuando las patologías progresan a pesar de los médicos y de los esfuerzos hechos por la ciencia, el precio que se paga es la pérdida de la tranquilidad.
En ese momento, cuando pienso que disponer de un mayor conocimiento produce zozobra, entonces aparece la ignorancia y reclama por el desprecio que he sentido hacia ella. Cuando ignoras, no temes, vives feliz pues no conoces las implicaciones de padecer tal o cual patología. El atrevimiento de la ignorancia proporciona el valor y la tranquilidad que el conocimiento te quita. Aun así, recapacito sobre todo el tiempo invertido en mejorar mi capacidad para enfrentar las enfermedades que impactan a nuestra salud. No puede estar equivocado quién apuesta por el saber.
Disponer de todo el conocimiento sobre un tema te sitúa en un estado de superioridad que permite enfrentar la adversidad con todas las herramientas que la ciencia aporta. Derrotando a la ignorancia se puede entonces asumir un nuevo reto: vencer la enfermedad.