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La toma de decisiones compartidas en América Latina

Por : Alberto Palacios
Jefe del Departamento de Inmunología y Reumatología del Hospital de los Angeles Pedregal en CDMX



13 Septiembre, 2022

https://doi.org/10.46856/grp.22.e139
Citar como:
Palacios A. La toma de decisiones compartidas en América Latina [Internet]. Global Rheumatology. Vol 3  / Jul - Dic [2022]. Available from: https://doi.org/10.46856/grp.22.e139

"Las decisiones compartidas en Medicina son el ideal al que todos aspiramos, médicos y pacientes por igual. "

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La toma de decisiones compartidas en América Latina

 

Por: Alberto Palacios MD

Jefe del Departamento de Inmunología y Reumatología del Hospital de los Angeles Pedregal en CDMX

Cite as: Palacios Boix, A., 2022. La toma de decisiones compartidas en América Latina | Global Rheumatology [Internet]. Available from: https://doi.org/10.46856/grp.22.e139

 

Por aquellos años (mediados de los ochentas) en una institución pública decidimos en conjunto con el jefe de Enseñanza redactar un cuestionario para que los pacientes -la mayoría de ellos de escasos recursos- aceptaran participar en su proceso diagnóstico y su tratamiento de forma más activa. El cuestionario incluía también una crítica a las intervenciones médicas, la actitud del tratante y la atención paraclínica recibida a lo largo de su hospitalización.

En buena medida, aquellos enfermos crónicos -cirróticos, leucémicos, insuficientes renales o cardioneumópotas en su mayoría- nos miraban con una mezcla de recelo y estupor. Nadie nunca los había apercibido de que podían tomar decisiones o relevar a sus médicos de la autoridad intrínseca que ellos adjudicaban al manejo de sus padecimientos.

Casi todos habían llegado al nosocomio afectados gravemente, desconocedores de la fisiopatología que arrastraban y motivados por sus familiares para hacerle frente a algún síntoma inquietante: edema, palidez de tegumentos, sangrado de tubo digestivo, anemia o fiebre.

Recuerdo en particular a uno de ellos, don Artemio, que sufría de intensos dolores óseos por un mieloma múltiple, diagnóstico que escapaba a toda explicación asequible para su precario nivel sociocultural. Tratamos de hacerle saber que consistía en la presencia de células “alocadas” que se depositaban en el tuétano de sus huesos y, que al crecer de forma tan rápida y descontrolada, “ensanchaban” los huesos y los hacían más frágiles. Aceptó entonces cambiar su lecho de hospital por una cama de Stryker, de suyo aparatosa e inimaginable para un campesino como él.

Una noche, advertidos de que se movía constantemente en su cama helicoidal, lo que había provocado tres fracturas patológicas, nos acercamos para reclamarle. El diálogo siguió estos derroteros:

-Artemio, ya no puede ser, su calcio está por las nubes y cada día sus huesos están peor-, le increpó el residente de guardia.

-Es que usted no coopera, señor-, agregó otro.

-Sí, doctores-, replicó el paciente, en actitud sumisa -ustedes díganme con cuántos pesos me pongo a mano, yo siempre coopero.

Este intercambio, chusco como suena, refleja la supina incomunicación que solemos tener con los enfermos. Desde una perspectiva paternalista, pedirles a los pacientes que “cooperen” con su atención es colocarlos en una posición un tanto equívoca e inusitada. Tradicionalmente, los enfermos adoptan una actitud pasiva y demandante de atención a cambio de una guía, una directriz y una autoridad moral incuestionable de parte de sus médicos. Así que suponer que de un momento a otro, por una iniciativa políticamente correcta, les devolveremos la autonomía y los podremos empoderar, resulta un tanto ingenuo.

En países del Tercer Mundo, donde la participación ciudadana en las decisiones democráticas, institucionales o judiciales es magra y sujeta a diversos obstáculos, los más obvios de orden educativo, pretender que los pacientes se adueñen de su destino frente a la incertidumbre que conlleva un padecimiento agudo o crónico no es una tarea tan simple como pareciera por simple decreto.

En Estados Unidos, donde los lineamientos sociales y el ejercicio de una Medicina defensiva -ahogada por restricciones y amenazas legales- son la norma, resulta enteramente lógico que desde hace cuatro décadas se buscasen los consensos de los pacientes en el marco de la atención sanitaria (1). Eso redujo costos, permitió que las demandas judiciales se acotaran y ante todo, facilitó la atención clínica al favorecer una educación sobre la marcha y un uso más racional de los recursos diagnósticos y terapéuticos. Contemplado así, el ejemplo es encomiable y digno de seguirse al pie de la letra.

Pero su implementación en sociedades menos plurales y más verticales, como las latinoamericanas u otras del Tercer Mundo, donde el autoritarismo sigue prevaleciendo en casi todas las esferas, no es tarea sencilla. Aquí los pacientes acatan la autoridad moral del médico sin miramientos, aún cuando puedan tener sus reservas acerca de la preparación o las mejores intenciones del doctor que visitan. Estoy convencido de que las series de televisión norteamericanas han sido más instrumentales en provocar tal escepticismo que el propio ejercicio de la Medicina en nuestras latitudes.

La reciente pandemia de covid-19, cuya quinta oleada estamos padeciendo, trajo consigo una mayor participación de los legos en ciertas medidas preventivas y de salud pública. Nunca en la historia los seres humanos habían favorecido las inmunizaciones o las tomas de saturación digital de oxígeno, pulso o presión arterial en su domicilio como lo han hecho desde la primavera de 2020. El conocimiento adquirido al vapor en las redes sociales, antaño muy fragmentario, se ha refinado y los pacientes con cierto nivel cultural han aprendido a buscar síntomas y asociarlos antes de acudir a su consulta tanto para aportar elementos de juicio como para poner a prueba la actualidad científica de sus galenos.

Sin embargo, las decisiones compartidas en Latinoamérica no van a galope sino a trote. En buena medida, los propios médicos se resisten a abandonar su posición autoritaria y paternalista porque esto conlleva prestigio, beneficios sociales y redunda en ventajas económicas respecto de rivales menos asertivos.

Yo he usado este paradigma con una alegoría en una publicación de 2018 basada en el intercambio asimétrico que aportara Fyodor Dostoyevsky en su capítulo de “El gran inquisidor” (2, 3). En este retablo, enfrentó a una estudiante de Medicina que se ve contrariada por el ocultamiento de un procedimiento fallido en un paciente con Poliarteritis nodosa y que la conduce a someterse a una diatriba del Jefe de Medicina, quien la increpa por su candidez y por pasar por alto los tres poderes de la Medicina, a saber: milagro, magia, autoridad.

Con esta información en mano, podemos sugerir que las decisiones compartidas en Medicina son el ideal al que todos aspiramos, médicos y pacientes por igual. Los primeros, porque nos restará una responsabilidad unilateral respecto del cúmulo de elementos diagnósticos y opciones terapéuticas que pueden presentarse antes casos complicados o donde se juega la integridad de un enfermo. Estos, porque al hacerse cargo de su salud -con las limitaciones obvias de sus conocimientos o el peso de la subjetividad- podrán sin duda ofrecer mejores escenarios de discernimiento y exigir a la vez la colaboración y orientación del médico en situaciones de conflicto.

El resultado idóneo debiera ser una perspectiva más amplia, duplicada y expandida, del proceso diagnóstico y terapéutico, con desenlaces más exitosos y menos onerosos para el enfermo o los proveedores de servicios de salud.

El ensayo natural ha ocurrido en el ámbito de la medicina privada, dado que el costo de atención y el nivel socioeconómico de quienes pueden adquirirla crean de suyo un escenario donde las decisiones no pueden (ni deben) ser arbitrarias o de espaldas a los enfermos y su familia. Me permito aquí una viñeta reciente para ilustrarlo.

El Sr. Lucio Stevens, hombre de negocios a cuyos familiares he tratado por distintos padecimientos agudos y crónicos, acudió conmigo aquejando fatiga y molestias digestivas vagas. Sus exámenes de laboratorio (que traía consigo previo a la visita, habiendo él mismo decidido cuál sería la rutina más conveniente) no mostraban datos de alarma excepto por un ligera hiperglucemia y albúmina sérica en cifras marginales.

Es un hombre adusto, delgado, con una cultura práctica que aplica en su vida cotidiana y que a sus 63 años se jacta de hacer cuatro horas de ejercicio aeróbico cada semana, no fumar y no consumir más de tres copas de vino dos veces por mes. Trae consigo, además de los exámenes recientes, una carpeta que ha acumulado de sus chequeos médicos en los últimos cinco años, “por si quiere revisarlos”. Pese a ser contemporáneos y conocer a su familia por más de una década, me trata con deferencia y evita tutearme.

El examen físico no agrega ningún dato conspicuo, pero ante su insistencia de que dominan sus molestias intestinales y que ha perdido peso y apetito, decido -con su aprobación expresa- hacer una tomografía de abdomen con contraste. Pocos días después, se presenta a mi oficina con las placas y un USB que dan cuenta de una tumoración en la cola del páncreas, heterogénea y que desplaza el conducto de Wirsung. La sospecha de una neoplasia maligna es lo primero que acude a mi mente y me debato por algunos minutos en qué términos y en qué tono debo planteárselo a don Lucio para que tome acciones oportunas y no se vea avasallado por un diagnóstico ominoso.

El intercambio de ideas discurre así:

-Lo que veo aquí es una masa, un tumor en su páncreas, pero no puedo decir con seguridad si es maligno o benigno. ¿Qué opina, Lucio?

-¿Respecto de qué, doctor? ¿Me recomienda que me opere?

-Lo que yo puedo sugerirle es visitar a un colega mío experto en problemas de páncreas, quien decidirá con usted si debe biopsiarse o extirparse. Lo cierto es que es un hallazgo fortuito, Lucio, no tengo elementos para pensar en algo incurable.

-Eso me tranquiliza, doctor, pero quiero preguntarle: ¿qué haría usted en mi lugar si es cáncer?

-Yo me trataría de inmediato, Lucio. Hoy por hoy tanto la cirugía excisional como los tratamientos, quimioterapia o inmunoterapia, ofrecen buen porcentaje de remisión. Pero, insisto: no hay datos concluyentes de que se trate de un tumor maligno. Visite al Dr. Wong; le aseguro que es un profesional muy competente y muy ético. Desde luego, siéntase libre de consultar a quien usted prefiera.

-Gracias, doctor. Lo tendré al tanto.

Este ejemplo ilustra una situación clínica donde la decisión terapéutica, si bien guiada mediante una referencia directa del médico, deja el poder en el paciente para seguir su consejo u optar por otro destino y otras opiniones.

Quiero subrayar que se trata de un paciente informado, competente y con los recursos intelectuales y económicos para buscar alternativas que no están al alcance del grueso de nuestra población en Latinoamérica, donde la seguridad social es limitada y limitante.

Un diálogo así es poco común en hospitales públicos o en regiones donde la atención primaria es poco calificada. Sin embargo, creo con profunda convicción que se pueden implementar instrumentos y escenarios de abordaje diagnóstico y terapéutico donde las decisiones dejen de ser unilaterales y arbitrarias, donde los pacientes- por poca cultura que aporten -sean siempre dignos de decidir y optar por los tratamientos e intervenciones que mejor convengan a la magnitud de su problema clínico.

Los médicos, a mi juicio, debemos ser ante todo educadores y por ello, cuidar que nuestros incentivos profesionales, económicos o de prestigio, por válidos o justificables que nos resulten, se antepongan al beneficio concreto e inmediato de nuestros pacientes. La ética en el ejercicio de la Medicina se mide por los resultados de nuestros juicios e intervenciones clínicas, pero también por la proporción con que hacemos partícipes a nuestros pacientes del cuidado de sus cuerpos y su destino.

 

Referencias.

1. Frosch, D.L. & Kaplan R.M. Shared decision making in Clinical Medicine: past research and future directions.  Am J Prev Med 1999; 17 (4): 285 - 294.

2. Palacios Boix, Alberto. Espectro íntimos. Apuntes en torno al miedo. Siglo XXI editores, México, 2018. Págs. 13 - 23.

3. Dostoyevsky Fyódor. Los hermanos Karamazov. Parte II. Libro V. Capítulo V: “El gran inquisidor”. Aguilar, Madrid, 1953. Págs. 209 - 223.

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