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Memorial de epidemias

Por : Fernando Neubarth
Médico e escritor. Especialista em Clínica Médica e Reumatologia. Chefe do Serviço de Reumatologia do Hospital Moinhos de Vento. Presidente da Sociedade Brasileira de Reumatologia/SBR 2006-2008. Presidente do Conselho Consultivo da SBR.



17 Junio, 2022

https://doi.org/10.46856/grp.22.e123
Citar como:
Neubarth F. Memorial de epidemias [Internet]. Global Rheumatology. Vol 3 / Ene - Jun [2022]. Available from: https://doi.org/10.46856/grp.22.e123

"De los recuerdos de la formación como estudiante de medicina, el relato de una paciente, una mujer octogenaria, negra, pequeña, muy vivaz y comunicativa. A instancias del profesor de neurología se complació en contarnos lo que le había sucedido durante sus días de la Española en Porto Alegre. "

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Memorial de Epidemias 

Fernando Neubarth MD 

Era todavía una niña y en la casa donde servía, una familia de gente del campo donde había relaciones que se remontaban a la época de sus abuelos y de la esclavitud, la enviaba a las inmediaciones de la Rua da Praia a recoger encargos de una modista, vestidos nuevos de su patroa y otras reparaciones de ropa. Fue en el camino, ya cerca del destino, que experimentó su primer ataque epiléptico. Nadie la ayudó y tirada en el camino, inconsciente, fue confundida con una de las víctimas de la gripe y despertó, ya en Azenha, entre un montón de cadáveres en un carro que iniciaba la empinada cuesta del cementerio.

Una sonrisa traviesa e iluminada por el brillo de unos ojos que alguna vez fueron opacos y velados por cataratas, sirvió de cierre a la historia que aún nos divertía con detalles del susto que también tuvo el carretero. Un improvisado conductor de funeraria que, tras la sorpresa, la había envuelto en un abrazo de bienvenida y que, por estas maquinaciones del destino, sería su compañero de vida. Durante décadas, hasta que la muerte, esta vez con determinación, se lo llevó.

Sobre la Gripe Española, transcribo extractos de la descripción de nuestro mayor autor de memorias, Pedro Nava (1903-1984), reumatólogo, uno de los precursores de la especialidad en Brasil, habiendo sido también presidente de la Sociedad Brasileña de Reumatología y de la Liga Panamericana de Asociaciones de Reumatología (PANLAR). En el libro Chão de Ferro, publicado en 1976, Nava describe con maestría y rara erudición recuerdos personales de la pandemia que llegó a Brasil en 1918.

[...] “La literatura médica está llena de descripciones de brotes epidémicos, algunos de los cuales adquirieron un aspecto pandémico, asolando todas las grandes aglomeraciones humanas, como la de 1733, que marca el primer paso oceánico de la misma epidemia propagada desde Europa a América; las de 1837, 1847, 1889 y finalmente la de 1918 que arrasó el mundo provocando más muertos que la Primera Guerra Mundial. […] No, sus padres no fueron la Conflagración Europea y el Emperador Guillermo II. Nació de la influencia, de esa cosa imprecisa, despreciada por los modernos pero no obstante existente que son las coincidencias telúricas, estacionales y atmosféricas responsables de la llamada constitución médica de ciertas enfermedades en el tiempo la constitutio de los clásicos [... ] que aparece en varios pasajes de Hipócrates expresando las vicisitudes del aire, los lugares, las estaciones y su responsabilidad en la génesis de las enfermedades. Porque la mucosidad, influenza, gripe o como quieras llamarlo, la española se instaló entre nosotros en septiembre y creció a finales de ese mes y en el primero del siguiente”.

[...] “Synochus catarrhalis era el nombre de una enfermedad epidémica, clínicamente individualizada desde la antigüedad y que periódicamente, cada vez con mayor extensión, asola a la humanidad. Esta extensión está relacionada con la velocidad cada vez mayor de las comunicaciones. Su contagio ya viajó a pie, a paso de caballo, a la velocidad de un tren de hierro, en barco y, hoy en día, utiliza aviones supersónicos, extendiéndose por el mundo en dos, tres, cuatro días. A su paso por Italia (en la epidemia de 1802 que tan severamente castigó a Venecia y Milán), recibió el nombre que le hizo fortuna: gripe. El término prendió, pasó al lenguaje cotidiano y recuerdo haberlo escuchado en boca de mi abuela materna, en Juiz de Fora [...]. El nombre gripe proviene de mediados del siglo pasado y fue utilizado por primera vez por Sauvages, de Montpellier, teniendo en cuenta el aspecto tenso, contraído, arrugado, arrugado –grippé– que creía ver en los rostros de sus pacientes”.

[…] “Aquí se desató la enfermedad en septiembre, porque a finales de ese mes y principios de octubre, las medidas de las autoridades abrieron los ojos de la gente y esto explicaba ciertas anomalías que se habían observado en la vida urbana: tráfico escaso, ciudad vacía medio muerta, salas de espectáculos no llenas, conducción siempre tranquila, las regatas, el waterpolo y los partidos de fútbol casi sin asistentes, las carreras de Derby y Jockey con aficionados reducidos a un tercio […]. Empecé a sentirlo un lunes de mediados de octubre cuando, de regreso a la escuela, encontré solo once estudiantes en nuestro tercer año de cuarenta y seis. Treinta y cinco compañeros se habían enfermado de gripe desde el sábado hasta el primer día de la semana siguiente. Llegamos a la escuela a las 9 am. Al mediodía, de las personas sanas que habían ingresado, unas diez ya estaban temblando en la Enfermería”.

[…] “Se convirtió en una calamidad de proporciones desconocidas en nuestros anales epidemiológicos en los terribles días de la segunda quincena de octubre y su morbimortalidad sólo disminuyó en la todavía trágica primera semana de noviembre […]. Según las condiciones del terreno, según la resistencia de los individuos o el point d'appel de su zona más débil, la gripe era así benigna, o asumía las fisonomías que se denominó neumónica, bronconeumónica, gastroentérica, coleriforme, neurálgica, polineurítico, meningítico, meningoencefálico, renal, asténico, sincopal y fulminante. Era aterrador lo rápido que pasaba de la invasión al apogeo, en pocas horas, llevando a la víctima a la asfixia, diarrea, dolor insoportable, letargo, coma, uremia, síncope y muerte en pocas horas o pocos días. La velocidad del contagio y la cantidad de personas afectadas fue aterradora. Ninguna de nuestras calamidades se había acercado a la enfermedad reinante”.

[…] “Lo terrible ya no era el número de bajas sino que no había nadie para fabricar ataúdes, para llevarlos al cementerio, para cavar fosas y enterrar a los muertos. Lo asombroso ya no era la cantidad de enfermos, sino el hecho de que casi todos estaban enfermos y no podían ayudar, curar, transportar alimentos, vender alimentos, llenar recetas, en fin, realizar las tareas esenciales para la vida colectiva. Como en la calamidad de París, en 1889, cuando la gripe había arrojado a la cama a las dos terceras partes de la población, en Río la enfermedad se superó a sí misma y dejó caer, en una gran gala espantosa, las cuatro quintas partes de los cariocas por el suelo, sobre la cama o en el palé del hospital. Correspondía al veinte por ciento restante, convaleciente o sano, sostener la ciudad que se tambaleaba al borde del colapso […]. Además del hambre, de la falta de medicinas, de médicos, de todo, las hojas reportaban el número nunca antes visto de enfermos y cifras espantosas en el obituario. Las funerarias no daban salida, faltaban ataúdes. Hasta madera para hacerlos, al punto que un carpintero del conurbano se encargaba de hacer los sobres con tablas del techo y piso de su casa”.

[…] “Cuando había ataúdes, no había quien los transportara y iban al cementerio a mano, en burros sin rabo, arrastrados o cruzados en taxis. Al final los cuerpos iban en camiones, mezclados unos con otros […]. Hubo un intercambio de cadáveres podridos por otros más frescos, cada uno queriendo deshacerse del ser amado que empezaba a hincharse, a apestar. En el punto álgido de la epidemia, en un día en que no había forma de transportar tantos muertos, el Jefe de Policía ya estaba desesperado cuando la solución llegó de manos de Jamanta, el famoso juerguista del Carnaval de Río. […] Conocía, admirablemente, su Río de Janeiro y por uno de esos caprichos bohemios, había aprendido en marchas nocturnas, a conducir tranvías. Pidió y obtuvo de sus superiores un portaequipajes y con ellos recorrió la ciudad de norte a sur […]. Tranvía y remolques llenos de ataúdes amontonados y envueltos en sábanas, el conductor solitario condujo hasta el (cementerio de) Caju. Descargado. Ya era tarde, pero volvería y buscaría en Laranjeiras, Flamengo, Botafogo, Jardim Botânico, Ipanema, Copacabana, recogiendo más cadáveres. Estaba lleno. Por la noche, la composición siniestra pasaba como el Tren Fantasma o el barco de Drácula atascado de carga hacia (el cementerio) São João Batista. Hizo esto durante dos o tres días que marcaron su memoria para siempre”.

Volviendo a los relatos de Nava, diría que mi paciente tuvo suerte después de todo. Incluso puede beneficiarse de los avances que ha proporcionado la ciencia en el tratamiento de la epilepsia, enfermedad con la que convivió bien y que, de forma un tanto caprichosa, le hizo conocer el amor en los tiempos de la Española. Por edad no llegó a las muchas escenas que el covid-19 hizo repetir, con atroz similitud, en días que aún están presentes y oscuros y que quedarán imborrables en nuestra memoria como sobrevivientes.

 

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