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Pérdidas en silencio

Por : Alberto Palacios
Jefe del Departamento de Inmunología y Reumatología del Hospital de los Angeles Pedregal en CDMX



04 Diciembre, 2021

https://doi.org/10.46856/grp.22.e103
Citar como:
Palacios A. Pérdidas en silencio [Internet]. Global Rheumatology. Vol 2 / Jul - Dic [2021]. Available from: https://doi.org/10.46856/grp.22.e103

"Las fronteras se están cerrando pero el virus encontrará vertientes para hacer nuestra existencia más sigilosa. "

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Las fronteras se están cerrando pero el virus encontrará vertientes para hacer nuestra existencia más sigilosa. 

-Y no soy su dueño, ni puede ser mía del todo, por más venturoso que sea mi deseo – me dijo, con un cierto cinismo, que disfrazaba su melancolía. 

Se arrellanó en el sofá roído del cabaret que frecuentábamos y sentenció enseguida: 

-En ella se condensan de manera inusual las imágenes oníricas de mis padres. En efecto, esa gallardía intelectual que de niño me resultaba tan insondable y la ternura esquiva de mi vieja que he rastreado toda mi vida. 

La música del entorno me pareció estridente, así que insistí al mesero que bajara el volumen. De paso, pedí otros dos mezcales y la botana de la casa. Mi contertulio había estado intubado veintitrés días. Su voz era un susurro ronco debido a la traqueomalacia. Lloraba. 

Hay reclamos que entre amigos son innecesarios pero le pedí con discreción que ahora sí se vacunara. Me solicitó que recapitulara qué fue del mundo allá afuera mientras estuvo en coma inducido y traté de ser cándido. Algunos de nuestros conocidos no vieron la luz; sobre todo quienes habían tomado la vida a la ligera, comiendo y bebiendo hasta la diabetes. 

-Dime – me rogó. – ¿A quién perdimos? 

Habíamos sido compañeros en el Patria allá por los sesentas. Éramos una cuadrilla inseparable. Nos tuteábamos por apellidos, a fuerza de esa intimidad que da la costumbre de escuchar el paso de lista cada mañana. Crespo era el mayor por algunos meses. Imberbe y brillante, durante varios años ejerció el liderazgo tácito del grupo. 

Gozamos muchas veces sus disertaciones, tanto como increpaba a los maestros e ironizaba a nuestros rivales. No era particularmente hábil para los deportes, pero a nadie le molestaba su presencia desde las gradas o la banca, porque nos dotaba de un aire de seguridad que era muy bienvenido. Sin embargo, cuando empezamos a cortejar a las chicas del Vallarta o del Regina, se replegó y nos dejó a nuestra suerte. 

Con el paso del tiempo descubrimos que su ostracismo no era traición, sino elección de género. Su actitud se hizo más frívola y empezó a frecuentar bares en el Centro cuya reputación nos excedía. Entendimos, pese a nuestro candor, que Crespo seguiría siendo nuestro hermano, pero su intimidad era distinta y, desde luego, respetable. 

Durante años nos vimos en cumpleaños y aniversarios de bodas, festejamos el nacimiento de los hijos, acaso los bautizos y alguna fiesta infantil de los ahijados. El buen Crespo siempre era convidado y acudía solo, o con su hermana Rebeca, fiel compañera solterona. Vestía con elegancia, incluso cuando traía vaqueros o zapatos deportivos; impecable, blandiendo esa sonrisa burlona que lo caracterizó desde niño. Como si el mundo y lo trivial le pasaran por encima. 

La pandemia de covid-19 cambió todo radicalmente. En junio perdimos a tres de los abuelos y al padre de Ricalde, con quien jugábamos dominó una vez al mes. La madre y la cuñada de Luis Miranda cayeron al Centro Banamex hacia el final del verano y solo las salvó esa atención prodigiosa de médicos y enfermeras jóvenes que trabajaban sin descanso. Como buenos camaradas, nos turnábamos para las visitas, es decir, para acudir a los partes cotidianos, porque no las vimos en dos meses. Crespo se notaba cansado, pero nos relevaba sin chistar. 

Un buen día, cerca de Navidad, nos enteramos que estaba febril y tosiendo en salvas, que se ahogaba. Ricalde y yo acudimos a su casa ese mismo día pero llegamos tarde. Un par de amigos, que por cierto no conocíamos, lo habían trasladado a un hospital covid-19 mediante influencias de un empresario con quien había laborado en sus años mozos. Todo tan enigmático, tan propio de nuestro amigo esquivo. 

Gradualmente nos enteramos que su delgadez era producto del SIDA, padecimiento que arrastraba en la última década y que, por su tozudez, había tratado con descuido. Su condición era crítica y se hablaba con petulancia de una tormenta de citocinas. 

Ahí, en la calle frente al hospital, nos presentaron por fin a su pareja, un hombre encantador, que escribía poesía y que había compartido la vida en reclusión con nuestro amigo. Nos conmovió atestiguar que vestía con la misma pulcritud que Crespo y que desplegaba una aguda inteligencia; así entendimos que su círculo social era tan preciado, que nuestra llaneza lo hubiese desacreditado. Nos miramos con cierta vergüenza, percatados de que habíamos prescindido de aquella opulencia intelectual mientras criábamos hijos y formábamos hogares a espaldas de otra realidad. 

Su deceso fue tan inesperado como devastador. Nunca imaginamos que fuese el más débil de los cinco. Dado que Iturriarte seguía hospitalizado, los otros tres acudimos al sepelio como extraños, cofrades distantes en el tiempo y la cultura. Entonaron música de Queen, de George Michael (con sendos lagrimones de por medio), de Juan Gabriel y de Spandau Ballet entre regocijo y duelo. A mí me conmovió una pareja de mujeres más bien toscas – una con rastas, su compañera vestida de chistera – que repartían caballitos de tequila y aguas frescas. Ambas con los ojos hinchados de llanto, con la voz quebrada cada vez que ofrecían sus charolas a la concurrencia. 

En el fondo había una linda foto de Crespo con su pareja, Juan, besándose ante el Duomo de Florencia, las puertas de Ghiberti como marco. Alguien nos comentó que se habían casado en España, antes de que se autorizaran los matrimonios gays en Latinoamérica, y que esa imagen mostraba su felicidad durante la luna de miel como ninguna otra. 

Esa noche no pude dormir. Al volver del velorio, besé a mis hijos, me asomé a constatar que Natalia dormía plácidamente y bajé a servirme un Laphroaig con soda en medio de la sala a oscuras. 

Pensé mucho en quienes fuimos y nuestros orígenes dispares. En la inutilidad de los valores cristianos que nos inculcaron, en la fuerza del amor y la tristeza. Recordé aquellas tardes en que estudiábamos con ahínco para ganar los concursos de matemáticas o de historia, en los interminables ensayos para aprender poemas larguísimos y ser a la sazón los elegidos para declamar ante la escuela. Sollocé en silencio y dejé caer el licor como un bálsamo para curar todas mis ausencias. 

Hoy, ante mi amigo Fernando (con la edad hemos recuperado los nombres de pila), admito que nos enfrentaremos a otras oleadas del maldito coronavirus, sin duda. Ahora mismo nuestros temores están de nuevo al alza con esa variante tan versátil (hablando infectológicamente) que surgió en Botswana o Sudáfrica y ya adquirió potestad de letra griega, Ómicron. Las fronteras se están cerrando pero el virus encontrará vertientes para hacer nuestra existencia más sigilosa. 

Acaso, pese a todos sus embates, nos cuidaremos como niños desamparados, aprenderemos a portar los tapabocas de distintos modelos como una prenda más de vestir en público, buscaremos reuniones al aire libre y titubearemos como leprosos en territorios nuevos. 

Siento, no obstante, que valoraremos con más cuidado los afectos, que trataremos de saldar las cuitas y las afrentas pasadas. Que muchos de nosotros, arrojados los prejuicios al bote de basura, nos acercaremos a quienes piensan o visten distinto, otros credos y otras razas, como corresponde a la humildad de los mortales.  

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