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Pandemia de soledades

Por : Alberto Palacios
Jefe del Departamento de Inmunología y Reumatología del Hospital de los Angeles Pedregal en CDMX



21 Diciembre, 2020

https://doi.org/10.46856/grp.22.e055
Citar como:
Palacios A. Pandemia de soledades [Internet]. Global Rheumatology. Vol 1 / Jun - Dic [2020]. Available from: https://doi.org/10.46856/grp.22.e055

"In War: Resolution, In Defeat: Defiance, In Victory: Magnanimity, In Peace: Good Will. Winston S. Churchill, The Second World War. "

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Stefano sabe que no es único, pero eso es consuelo de tontos. Camina sin reparar en otros transeúntes, ensimismado en sus reflexiones y arrastrando los pies, como enlodado. No ha podido deshacerse de una relación tanto intensa como tóxica que le ha impedido progresar. Se reprocha haber sido tan torpe, tan tibio, a sabiendas de que ella estaba casada y nunca dejaría a su familia. 

Entra al bar de costumbre y se topa con la mirada de dos vecinos que no lo reconocen, pero que él ha visto jugar bolos en el parque cercano. El local huele a tabaco usado y a humedad latente; quizá no sea lo más higiénico para comer unas tapas. Se acerca a la barra y saluda de mala gana a Miguel, el fontanero, que lo observa desde una esquina bebiendo una caña. 

  • Tanta melancolía – se dice. – ¿De dónde sacar fuerza para emprender la vida? 

Medita sin proponérselo en la piel de las serpientes, como si eso fuese posible en el cuerpo humano para desembarazarse de falsas promesas y amores errantes. 

Una pareja desconocida entra riendo y atrae las miradas lacónicas de la concurrencia. Ella es rubia, muy joven y se deja abrazar por el hombre que la acompaña con sobrada sensualidad. Se aposentan en un rincón y se besan como si estuviesen solos, desafiando la envidia de la concurrencia. 

Stefano deja escapar unas lágrimas sobre el café que se enfría sin probarlo. Recuerda por momentos los besos furtivos, la clandestinidad, la pasión que edificaron a contramano, ocultos a las miradas de sus compañeros de trabajo. Un juego, que terminó por quemarlos desde dentro. 

  • Estará ahora recuperando a su familia, desechando el affaire, cómo se desprenden las hojas inservibles en otoño – rumiando, y se seca las lágrimas con el dorso de la mano. 
  • ¿Te sirvo otro, chaval? – pregunta el cantinero, reclinándose para acercarle un anís. – Prueba –le dice – esto mitiga los desamores. 

El joven levanta la vista vidriosa y agradece con una mueca, antes de bajar el licor de un trago. 

  • Despacio, hombre – le espeta el viejo. – No hay mal que por bien no venga. 

Esa noche Stefano deambula por las calles del barrio tratando de olvidar, haciendo un esfuerzo vano por borrarla de su mente. Las prostitutas lo llaman y él sonríe tontamente pero pasa de largo con el corazón maltrecho y sin destino. Así, a oscuras de mente y rumbo, se advierte frente a la casa de su amante. Está pertrechada mediante un zaguán de hierro, flanqueada por dos faroles rústicos y por muros infranqueables donde asoman apenas unas enredaderas. En una ventana en alto puede distinguir su silueta y la del esposo charlando animadamente, como si nada pasara entre ellos. Stefano fue solo un vendaval que no hizo mella, un verano olvidado; habrá que aprender a vivir con ese anonimato. Un perro ladra con fuerza en la casa contigua y él retrocede de un susto; la penumbra se cierra en sus remembranzas. 

Con esa frustración a cuestas emprende el camino a su departamento. Cierta luz tibia se filtra desde la calle cuando gira la llave y abre lentamente hasta sentir el olor de pulcritud que daba por sentado. Bajo ese destello, su biblioteca es un bálsamo a la vista porque describe su pasado remoto sin cuestionarlo. En el escritorio yace la última carta inconclusa que no dirigirá a aquel amor arrebatado, pero que luce indiferente y en alguna medida la retiene. Ahora le ha dado por leer ciencia ficción y se sumergirá en el último libro de la trilogía de Asimov, que ha permitido que hiberne tres décadas en su buró. 

Entre las páginas del viejo texto encuentra una nota garabateada durante su juventud, cuando solía refugiarse en la poesía para expresar o reprimir sus sentimientos. Es un soneto de Miguel Hernández que copió a la letra y esta noche aparece evocador sobre un papel amarillento. 

“Fuera menos penado si no fuera / nardo tu tez para mi vista, nardo / cardo tu piel para mi tacto, cardo / tuera tu voz para mi oído, tuera. 

Tuera tu voz para mi oído, tuera, / y ardo en tu voz y en tu alrededor, ardo, / y tardo en arder lo que a ofrecerte, tardo / miera, mi voz para la tuya, miera. 

Zarza es tu mano si la tiento, zarza, / ola tu cuerpo si la alcanzo, ola, / cerca una vez, pero un millar no cerca.

Garza es mi pena, esbelta y triste garza, / sola como un suspiro y un ay, sola, / terca en su error y en su desgracia terca.”

Tras leerlo dos o tres veces se le escapa el cansancio y se desviste frente al ronroneo lejano de la ciudad dormida. Sabe que no podrá conciliar el sueño de nuevo. En su terquedad y en su desgracia se ha quedado solo – se confiesa – y solamente le queda este canto de ternura, un ave delgada y afligida. 

La madrugada transcurre entre ladridos de perros y sirenas de ambulancias a la distancia, como es habitual en todo paisaje urbano. Nuestro personaje extiende su tristeza como una cobija y se apresta a pernoctar. Decide a la vez que no beberá más alcohol – ponzoña para el alma – y se limita a observar cómo amanece en un cielo pálido con nubes rasantes. Se avecina el invierno y con ello una pausada melancolía: “el amor siempre es un contratiempo”, le dijo alguna vez un buen amigo y hoy esa frase tan poco trillada le brinda cierto alivio. 

Cuando sale a trotar en torno al parque más cercano se encuentra con los corredores habituales. Una pareja que despliega su atletismo se cruza en su camino y saludan desde sus ojos avispados por encima de los cubrebocas. – ¡Qué difícil es descifrar sus expresiones con estas mordazas! – murmura, al tiempo que percibe el sudor deslizándose en su espalda. Hace tres semanas perdió a un amigo, obeso e indolente sí, pero que llenaba de alegría sus reuniones en otra época, que esta mañana se antoja remota e irrecuperable. No se permitirá más dolor, se repite, tomando un descanso junto a un roble con el corazón en la garganta. 

La rutina del trabajo lo envuelve en la semana alternando horas interminables frente al ordenador y algunas visitas ocasionales a la oficina para dejar impresos o revisar portadas de libros cuya publicación sigue en veremos. La casa editorial ha repuntado un poco en medio de la pandemia, acaso la gente se refugia en la lectura para mitigar el tedio o el aislamiento. Pero siguen las ventas en números rojos, dada la competencia. Se ha rumoreado que habrá despidos a final de año y, con seguridad, que los aguinaldos caerán a cuentagotas. Nadie parece tener garantía en el trabajo y si las vacunas no se distribuyen con uniformidad, tampoco la libre circulación o el entretenimiento. 

Esta tarde ha decidido acudir al cine, remedando al ex-guardameta Bloch de Peter Handke para asesinar metafóricamente a su amor perdido. La sala está semivacía, con lugares proscritos y un aire de languidez y de ausencia. Hacía tiempo que quería ver de nuevo Blue Velvet y ahora la exhiben en versión original con subtítulos, a los que no está acostumbrado y le cuesta seguir la trama. Se le antojan unas palomitas de maíz, pero no encuentra cambio en los bolsillos y desiste, concentrándose en la siniestra relación que convocan Isabella Rosellini y Dennis Hopper. Un dolor profundo se le clava en el pecho y sabe que va a llorar una vez más, de impotencia, de vergüenza. Pero se contiene y sale del cine intempestivamente, tropezando con varias butacas. 

Lo ciega la luz de la tarde, y al restaurar las imágenes descubre un pequeño café al frente que no visitaba hace años. Es evidente que lo atienden nuevos dueños porque la fachada está recompuesta y ahora tiene jardineras con tulipanes que le dan una nota de color. Las mesas están separadas y huele a pizza recién horneada. Elige un lugar al azar y observa su entorno, que por primera vez en muchos días lo llena de solaz o de confianza, a saber. Una mesera joven con careta se acerca para atenderlo y sin querer, advierte sus rizos pardos y una mirada luminosa que no se esperaba. Puede adivinar su sonrisa bajo la mascarilla y siente ese calor vibrante que a veces logra atemperar los presagios y darle sentido a las hojas muertas.

Ordena una pasta all’arrabbiata que ella repite con su voz melodiosa. Tal vez le pregunte su nombre y, con algo de perspicacia, adivine si es soltera y si querría departir con un joven desconocido. 

-La vida es una ilusión constante – se escucha decir, burlándose de sí mismo, para dejar atrás el rumor de un río que persigue algún otro mar imaginario.

Notas. 

Miguel Hernández. El rayo que no cesa. Espasa Libros, Madrid 1999. 

Peter Handke. El miedo del portero al penalti. Alfaguara. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona 2006.

Blue Velvet (Terciopelo azul). Película de David Lynch, estrenada en 1986 con las actuaciones de Isabella Rossellini, Kyle MacLachlan, Dennis Hopper y Laura Dern, entre otros.

 

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